Francesca ni siquiera miraba al niño. Acercaba al bebé a uno de sus pechos y luego al otro. Pero no lo miraba. Bernat había visto dar de mamar a las campesinas y todas tenían una sonrisa, o cerraban los ojos, o acariciaban a sus hijos mientras ellos se alimentaban. Francesca no. Lo limpiaba y lo amamantaba, pero en los dos meses de vida que tenía el niño,
Bernat no la había oído hablar con dulzura, no la había visto jugar con él o besarlo, acariciarlo. «¿Qué culpa tiene él, Francesca?», pensaba Bernat cuando cogía a Arnau en brazos. Entonces se lo llevaba lejos de su madre, para poder hablarle y acariciarlo a salvo de la frialdad de Francesca.