Era un viento templado. Las hojas volaban llenando la calzada, remontándose hasta caer de nuevo desde las copas de los árboles. Su cabeza rapada al cero, la cara oscura del sudor y el sol, cubría las piernas con largos pantalones de pana. No había cumplido los diez años; era un chico pequeño. Íbamos andando a través de aquel amplio paseo, metidos por el rumor de los frondosos eucaliptus, envueltos en remolinos de polvo y hojas secas que lo invadían todo: los rincones y los bancos, las vías... Menudos y rojizas, pardas, como de castaño enano o abedul, llenaban todos los huecos por pequeños que fuesen, pegándose a nosotros como el alma al cuerpo.